ESTO YA NO ES UNA CáRCEL: DENTRO DEL REHABILITADO “CENTRO DE RETENCIóN” DE MIGRANTES EN TAPACHULA

Lo más importante es dejar claro que esto ya no es una cárcel. Por más que el alambre de espino corone los altos muros; que el comedor tenga un semblante patibulario con mesas de cemento ancladas al suelo y cubiertos de plástico “antivandálicos”, inútiles para apuñalar a alguien; que entre las cercas que separan el edificio blanco de la verde selva haya un corredor custodiado día y noche por guardas de uniforme azul; que el uso de celulares esté prohibido; que aunque ya no queden tantos barrotes, sigan estando ahí. Y, a pesar de todo, el centro del Instituto Nacional de Migración (INM) en Tapachula, la puerta de entrada en Chiapas de la rebosante frontera sur mexicana, ya no parece el de antes.

Aquí los eufemismos son importantes. No se arresta, se rescata. No se deporta, se ejecutan retornos asistidos. “Es un centro de retención, no detención. No hay nada que pueda decir que esto es una cárcel”, insiste el vicealmirante de la Marina Roberto González López, director de la Estación Migratoria Siglo XXI. Nació como una prisión para migrantes hace 17 años y, aunque ahora se está maquillando, es difícil librarse del aire triste de penal de toda una vida. La migra, esa pesadilla con uniforme para aquellos que cruzan México en su viaje hacia el norte, quiere reformarse. Humanizarse en medio de una crisis humanitaria.

EL PAÍS ha visitado el centro en exclusiva, cuyo nuevo rostro será presentado públicamente el 2 de julio. El INM no ha permitido a los reporteros hablar con los internos, todas las entrevistas con migrantes fueron realizadas en el exterior. Una comitiva con una decena de personas entre policías y trabajadores del organismo, una de ellas encargada de grabar cada paso, acompañó a los periodistas durante el recorrido.

—¿Por qué ha decidido venir acá?

—Decidí migrar porque si no salgo de Colombia me matan. Tristemente, tenía un negocio, me empezaron a extorsionar y no alcanzaba para comer, pagar arriendo, y mucho menos para pagar vacuna [extorsiones]. Me dijeron: ‘O sales en 24 horas o te metemos una bomba y te explotamos’. Me tocó huir y ahora me toca avanzar. Si vuelvo a Colombia me matan, si me quedo aquí me muero de hambre.

A los 23 años, Marlys Marin ya ha dejado atrás su casa en Santa Marta, el caribe colombiano, escapado de la violencia de las pandillas y cruzado Centroamérica. Llueve a mares sobre Tapachula esta tarde de jueves de junio y ella abandona el “centro de retención” donde ha pasado unas pocas horas, protegida del chaparrón por una manta térmica. Se refugia bajo un techo de chapa sostenido por tres listones raquíticos junto a una veintena de personas que vienen del mismo lugar. Las mochilas y los niños descansan en el suelo de tierra. Hace cinco días que cruzó el Suchiate y ya odia México. En menos de una semana, un grupo armado la secuestró en Huixtla, a unas pocas decenas de kilómetros de la frontera, y la liberó después de que ella y su marido pagaran 100 dólares por cabeza.

—Aquí en Migración me trataron superbién, mejor que en todos los lados. Me dieron medicamentos, porque yo venía con dolor de cabeza. Me dieron de comer porque desde ayer no había comido. Desde que me metí a la selva ha sido un trato de mierda. Estuve tres días por el Darién [la jungla que une Colombia con Panamá] y volvería a repetirlo antes que entrar a México, esto es más duro.

El testimonio de Marin sería impensable hace no demasiado tiempo. “La policía y migración nos han tratado como animales”, protestaba un cubano en una caravana migratoria en 2021. Para el INM, caído en desgracia tras décadas de denuncias por violaciones a los derechos humanos, la rehabilitación del centro de Tapachula es el símbolo de los nuevos tiempos. Antes, un migrante podía pasar meses encerrado. Hubo casos de maltrato a los internos, muertes poco transparentes entre sus muros, denunciadas por la Comisión Nacional de Derechos Humanos.

Ahora, el máximo tiempo que se retiene a alguien es de 36 horas, aunque González López intenta que no sea más de medio día: se les procesa, son registrados en el sistema para dejar constancia de que están en México y, si no están buscados por la ley en sus países de origen, pueden marchar, aunque con un permiso para circular solo en el interior de Chiapas (para lograr transitar libremente por todo el territorio, tendrán que acudir a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, la Comar). El marino presume de no tener denuncias desde hace más de un año, a pesar de que un haitiano murió este enero interno. “No es un hecho aislado”, señaló el Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, que sostuvo que existían “condiciones de hacinamiento, insalubridad, falta de servicios médicos, alimentación precarizada, malos tratos físicos y psicológicos, abusos sexuales”.

La estación Siglo XXI, con capacidad para 590 internos y 150 trabajadores, es una de las más importantes de las 17 que tiene la institución en todo el país por su ubicación estratégica en la frontera con Guatemala, más de 600 kilómetros de tierra compartida. La vanguardia de la contención migratoria en el Estado más pobre de México, donde cada día unas 5.000 personas son procesadas por el INM.

Es una región selvática, con un río retorcido lleno de puntos ciegos que hace las veces de línea divisoria entre dos países sacudidos por la guerra de las drogas, fértil para el cruce —y el tráfico— de los seres humanos que huyen de la violencia y la miseria que devora el sur del continente. “Hablar de migrantes aquí es hablar de negocio”, sintetiza González López, un hombre que se expresa en aforismos y frases hechas. Por ejemplo: “Soy de origen militar, sé mandar y obedecer, no voy a cuestionar una orden”. En 21 de los 32 Estados de México, el responsable del INM pertenece o ha pertenecido a las Fuerzas Armadas.

Los cuerpos calcinados de 40 hombres del sur que ya rozaban Estados Unidos tras miles de kilómetros de camino, en una cárcel del INM en Ciudad Juárez en marzo de 2023, bajo la custodia del Estado mexicano, marcaron el fin de una era, defendió entonces la institución. Los agentes huyeron sin tratar de ayudar a los presos mientras el fuego consumía los colchones de las celdas, que los migrantes habían incendiado como protesta y se propagó incontrolable. Un puñado de responsables de no demasiada jerarquía fueron detenidos. Francisco Garduño, director del organismo, está siendo investigado por la justicia. Desde ahí, la migra prometió una reforma humanitaria de su estrategia, un muro humano y burocrático dictado desde Washington, asediado a su vez por las presiones republicanas para repeler a los miles de personas que cada día saltan la frontera por Texas, Arizona, Nuevo México y California.

“La migración es natural. Los muros los hicimos los hombres”

Hace días que diluvia con saña sobre Tapachula. El aire huele a tierra mojada, a calor, a viento del trópico. Un grupo de personas que el INM ha “rescatado” en la carretera desciende de una furgoneta blanca en la estación, bajo la mirada de los policías que custodian el patio. “Mira, no van armados”, presume el vicealmirante González López, aunque unos metros más allá un fusil cuelga del hombro de otro guardia. Los migrantes, uno a uno, entran al pabellón principal.

Primero pasan por el registro, donde un funcionario toma sus datos biométricos. Reciben un kit de limpieza, una pequeña bolsa de plástico con jabón, champú, pasta y cepillo de dientes. Antes, en la carretera, otro agente les ha dado un refresco con azúcar, una chocolatina, galletas saladas, un paquete de atún, un sobre de mayonesa, una servilleta. Al centro no se puede ingresar con posesiones personales, así que las mochilas se almacenan con todo su contenido inventariado para evitar robos. Después, los migrantes serán atendidos por abogados de oficio, representantes de su consulado cuando se pueda y un traductor de ser necesario —si no se consigue uno físico, se recurrirá a una pequeña máquina negra capaz de entender todos los idiomas registrados, una especie de torre de Babel en miniatura—.

La traducción inmediata es uno de los cambios significativos. “Son pequeñas cosas, pero impactantes”, dice Eunice Rendón, coordinadora de Agenda Migrante, una coalición de oenegés. Ella, como una suerte de asesora externa, es una de las principales responsables de la reforma: ha trabajado en ella, diseñado los proyectos y conseguido la financiación sin cobrar un peso del INM. Otra de las grandes apuestas para rehabilitar los centros es cambiar el gris penitenciario por colores que recuerden más a la vida, volverlos “más limpios y dignos, con menos barrotes, menos puertas y candados que dificultan, por ejemplo, en caso de incendio”.

En el pasillo central las baldosas son naranjas, rosas y azules; los muros son murales que muestran a gente migrando en tonos vivos. Frente a la puerta, una pared recibe a los recién llegados con un sol naciente sobre las vías de un tren por el que caminan de espaldas dos personas y el lema “migrar es humano”. El azul oscuro de los policías, sus caras tensas, sus cuerpos rígidos, chocan con el arcoíris del edificio.

Hombres y mujeres son separados en distintos pabellones, aunque sean pareja. Las familias con niños y los menores no acompañados se alojan en otro edificio. Las habitaciones tienen literas y colchonetas azules en vez de colchones. No hay cobijas, reparten mantas térmicas desechables de color plata que relucen bajo los focos blancos. “Buscamos ser lo más prácticos posible”, justifica González López.

El módulo de los varones es más grande. Todos tienen un consultorio médico, zonas de recreo al aire libre con canchas de fútbol y baloncesto. El lado de las mujeres tiene máquinas para hacer ejercicio con las que no cuentan los hombres. Fue una donación “y priorizamos a las mujeres”, dice el director. Hay un mural con animales migratorios: pájaros, mariposas monarcas, tortugas, ballenas. “Para nosotros representa que la migración es natural. Los muros los hicimos los hombres”, recita el vicealmirante.

Fernando Vegas, de 36 años, y Jesús González, de 40, son los culpables de la mano de pintura que ha lavado la cara del centro. Son de Oaxaca, pertenecen al colectivo Pelota mixteca y han remodelado los muros durante la última semana, a veces con ayuda de los internos. Antes, han maquillado las estaciones del INM de su Estado natal, Tabasco y Veracruz. Dice Vega:

—Comemos la misma comida que les dan a ellos, el espacio tiene mucha higiene, hemos visto buenos tratos. Ahora tenemos una visión más humana de la migración. Ellos nos preguntan que por qué no intentamos migrar a Estados Unidos si tenemos tan cerca la frontera. Les decimos que porque no tenemos valor.

Hay carteles que informan de los derechos de los migrantes en distintos idiomas, de los números de contactos de las embajadas más comunes, otros en los que se leen mensajes del estilo “¿cómo saber si eres víctima de trata?”. También hay servicios médicos, psicológicos, asistentes sociales y jurídicos a disposición de los internos y de los empleados. Ingrid, una de las doctoras, cuenta que sobre todo atiende “infecciones respiratorias de tipo viral por los distintos tipos de climas por los que pasan, ampollas en los pies, anemias, hipertensos, diabetes”. Gente que llega con los pies machacados con el polvo de muchos países en las suelas y el estómago vacío. Mujeres maltratadas.

Dentro del pabellón masculino hay un espacio para “vulnerables”: la comunidad LGBTIQ+. Tener un área separada es otro de los grandes triunfos de la reforma, explica Rendón, algo que no existía antes. “Si los metes a la sala de hombres, los destrozan”, afirma el vicealmirante. La experta destaca también, además de los cambios ya mencionados, la potabilización del agua del grifo o las capacitaciones en derechos humanos para los trabajadores, presenciales para evitar que la gente se conecte por internet y no preste atención.

—¡Fórmense!

Un policía da la orden y una decena de hombres se pone en fila para recibir la comida. De la cocina sale el mismo menú para agentes que para internos —aunque la porción es mayor para los trabajadores—. Aunque en otros centros del INM todavía hay protección privada, como en el de Ciudad Juárez cuando ocurrió el incendio, aquí todos son trabajadores del Gobierno. El objetivo es que en un tiempo en todas las estaciones sea igual. Fomentar protocolos más duros para evitar nuevas tragedias. El sistema de cámaras de todo el recinto es controlado desde Ciudad de México para evitar que sea manipulado.

Una frontera blindada

Yoendry Alejandro Ortigosa es poco más de un adolescente de 21 años que quiere llegar a Estados Unidos, “trabajar duro, tener lo mío”. Acaba de salir del centro tras unas horas interno y capea la lluvia mientras espera un autobús que lo lleve al centro de Tapachula. Cansado de tener los bolsillos vacíos, huyó de Venezuela con toda su familia. Vio muertos, robos y violaciones en el Darién.

—En México por el momento nos han tratado bien. [El INM] nos ha ayudado bastante con la comida, nos ha avanzado un poquito más. Seguimos en ruta, poco a poco, cada día, gracias a Dios. Luchando para poder pagar pasaje, comer, pagar una habitación. Es peligroso, hay muchas mafias, mucho cártel, hay que tener mucho cuidado. En Guatemala los mismos policías te roban.

México eligió a su primera presidenta el 2 de junio. Claudia Sheinbaum, sucesora en Morena del mandatario en funciones, Andrés Manuel López Obrador, todavía tiene que delinear su política migratoria, aunque todo apunta al continuismo (tras el incendio de Juárez se prometió un nuevo enfoque que no se ha materializado), una estrategia que sigue los pasos marcados por un exigente vecino: el mandatario estadounidense, Joe Biden, ha blindado la frontera, un gesto en el que las asociaciones humanitarias ven el caldo de cultivo para el colapso. En noviembre, Estados Unidos decidirá entre el demócrata o el expresidente Donald Trump, con un xenófobo discurso antiinmigración y la promesa de levantar un muro infranqueable.

Las decisiones de Sheinbaum serán clave también en los comicios del país del norte. Muchos ojos mirarán al INM y Tapachula, el primer muro.

Carla sabe mucho de saltar muros. Como todos, sueña con Estados Unidos. Tiene 36 años y viene de Machala, Ecuador, con su marido, su hijo y otra familia que conoció en el Darién. Abandonó su país víctima de la guerra cruzada entre pandillas. “Las bandas delictivas agarran a menores de edad, los amenazan para que vendan droga dentro del colegio. Nosotros teníamos una pequeña tienda y si no les dábamos la cantidad necesaria nos amenazaban. Nos vinimos para ver si podemos traer a la familia completa”.

Después del infierno del Darién, de que los trataran “como perros” en Panamá, del robo y los abusos de la policía de Guatemala, el centro del INM ha sido una experiencia casi agradable, anecdótica. Aunque ahora les hayan dejado ir bajo la lluvia con un permiso que solo les permite moverse por Chiapas. Carla está perdida en medio de la nada, no sabe dónde ir. Todo lo que quiere es un papel que le deje atravesar México. Mañana lo intentará con la Comar, una institución desbordada, con pocos recursos y mucha demanda. Otra barrera.

Por hoy, el objetivo es el centro de Tapachula, algún hotel barato, descansar. Un microbús llega y Carla corre para no perderlo. El viaje al norte acaba de empezar. Quedan muros por delante.

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