LA VIOLENCIA DE LAS PANDILLAS ACABA CON LOS PUEBLOS DE PESCADORES EN GUAYAQUIL: “ESTO ES UN CEMENTERIO”

Gladis recuerda la noche en la que una ráfaga de disparos al aire despertaron a todos los que vivían en Puerto Conchero. Eso dio pie al primer desplazamiento forzado del pueblo de un poco más de mil habitantes. Los criminales entraron en dos enormes camionetas por la única calle que separa a las casas del río e hicieron retumbar el piso de cemento y el plástico que cubre la casa de Gladis, una señora de 78 años que vive con su hija menor que tiene discapacidad, en una casa a la que la humedad y el tiempo ha rasgado las paredes hasta caerse. En el fogón hay un caldo de hueso hirviendo que será la única comida del día. “Yo no pude correr por mi niña. Como no tengo ni puerta, me quedé ahí atrás decidida a lo que pasara”, recuerda Gladis. El ataque también fue por mar. Otra tanda de hombres armados desembarcaron en botes con potentes motores y dispararon una y otra vez contra un carro hasta que explotó. Algunos pedazos cayeron sobre el techo de zinc de la casa de Gladis que se escondía en el patio.

En el patio de su casa hay un puente maltrecho de tablas levantado por unos palos que se atraviesa poniendo un pie delante del otro, que lleva hasta un cuarto de paredes de caña y madera. Ahí vive su hijo que ese día estaba pescando en el mar. Solo estaban su nuera y su nieta de seis años en pijama y en la cama cuando ocurrió el ataque. “Esos hombres disparaban, insultaban y gritaban: ¡mátenlo!, ¡mátenlo!”, relata Flor, que agarró a la niña dormida en brazos y sin zapatos salió corriendo hacia la parte de atrás de la casa, donde está el manglar, a ocultarse entre el fango y las ramas de los árboles. El mismo impulso de supervivencia tuvieron sus vecinos que se ayudaban entre ellos para intentar alejarse lo que más podían de las casas y de las balas. La anciana y la joven con discapacidad se quedaron en el patio, solo salieron cuando llegaron los militares. La gente que se escondía en el manglar comenzó a salir poco a poco, temerosa con el lodo hasta la cintura. Se encontraron en la única calle que hay en Puerto Conchero, y ahí se enteraron que habían asesinado a dos hombres y secuestrado a dos pescadores. “Se los llevaron para que les enseñen el camino a huir por el mar, y los dejaron sanos en otra orilla”, cuenta Gladis.

Con la luz del día, y sin dormir, casi la mitad de la población cogió sus cosas y se fue del pueblo. Era sábado 18 de mayo, fue la primera vez que vivieron una amenaza como esa y que volvería a repetirse dos semanas después. Puerto Conchero es un pequeño pueblo rural que pertenece a Guayaquil, aunque es desconocido para los citadinos porque está a casi tres horas de la ciudad. Este lugar fue uno de los puertos más importantes en los sesenta porque desde ahí salían los racimos de banano en balsas tripuladas por hábiles pescadores que cruzaban el inmenso río Guayas hasta el puerto de Guayaquil, donde eran embarcados para la exportación.

En Puerto Conchero la vida transcurre lentamente y alrededor de la pesca. Solo el ruido de los motores de las embarcaciones que encienden los pescadores en la madrugada alborota el pueblo por un instante, que vuelve a conciliar el sueño de nuevo hasta el amanecer. Antes del ataque, unos pequeños negocios de comestibles, ferretería y pesca permanecían abiertos y eran lugares de encuentro de la gente para conversar. Los niños iban a la única escuela, pero la escuela ya no abrió. Los estudiantes fueron enviados a la virtualidad, a pesar de las precarias condiciones en las que viven, donde no todos tienen equipos electrónicos, ni internet. Las casas en Puerto Conchero se levantaron mirando al brazo de mar, a lo largo de una única calle que llega el último pedazo de tierra que se baña con el Pacífico.

El segundo ataque también ocurrió un sábado. Los hombres armados, a los que la Policía identifica como miembros de la banda criminal Los Lobos, entraron a Puerto Conchero en la noche, esta vez tumbando con violencia las puertas de las casas, que en su mayoría estaban vacías. “Buscaban algo o a alguien”, dice uno de los habitantes. Al día siguiente, otro grupo de pobladores que se resistía a irse abandonó el pueblo y el silencio es más profundo aún en Puerto Conchero. Las ventanas están cerradas y las puertas las atraviesa una cadena asegurada por un candado. Durante el día, algunos van a dar una vuelta a la casa vacía, aunque ahí no conocen lo que es el robo, revisan que todo marche bien, limpian y vuelven a irse. La vida del pueblo que mira al mar, donde siempre hace calor, se apagó.

La guerra armada de Ecuador también se libra en el mar, sin control alguno. El inmenso río Guayas tiene cientos de brazos de mar que atraviesan poblaciones como Puerto Conchero donde van dejando una estela de violencia y miedo. Extorsionan a los pescadores, a los que les cobran entre 30 y 100 dólares mensuales por cada embarcación. Las señalan con banderas para que cuando estén en la faena, otros grupos sepan que ya están pagando la vacuna. Ha habido muertos por no pagarlas, pero las noticias sobre ellos no llegan al continente. Viven amenazados y están abandonados a su suerte.

Pero una masacre en altamar, ocurrida esta semana, concretamente el martes, develó el problema. Ocho personas fueron asesinadas en la isla Puntilla que pertenece a El Guabo, en la provincia de El Oro. Los criminales son miembros de la banda Los Lobos, que tienen el control de toda esa zona, según las autoridades. Los sujetos armados desembarcaron en la isla Puntilla y se llevaron a ocho hombres que después asesinaron y quemaron en dos botes cerca del lugar. Solo un sospechoso del macabro crimen ha sido detenido.

Desde la orilla de la playa de la comuna de Bajo Alto se puede ver la isla Puntilla. Algunos moradores incluso escucharon los tiros esa noche del 18 de junio. Bajo Alto es un lugar turístico con una extensa playa que al borde se han levantado restaurantes para regodearse de su gastronomía de mariscos frescos y sazón costeña. Pero no hay nadie. Ni un alma. Todo está vacío en Bajo Alto. En el restaurante de Ofelia todavía están las salsas sobre la mesa esperando que llegue un cliente. Pero en realidad la última vez que alguien se sentó en su mesa fue hace dos meses. “Esta ciudad se ha convertido en un cementerio”, dice la mujer que va a cumplir 82 años. La masacre no ocurrió en este lugar, pero hasta ahí llevaron los cuerpos de los hombres asesinados en altamar y quedó el estigma sobre Bajo Alto, que no descansaba un solo día por un boyante turismo de un pueblo que no conocía de delitos y donde estaban preocupados de crear infraestructura para seguir viviendo del turismo y la pesca. La mayoría de los dueños de los restaurantes son adultos mayores que han formado parte de esa transformación del lugar. Ahora sobreviven de lo que los hijos que han migrado a otras ciudades les proveen para subsistir. “A veces no tenemos ni para comer”, reconoce Ofelia, que le dejaron a cargo a una nieta para cuidarla y con la que a veces pasa hambre. Su mundo se desmorona por culpa de la violencia.

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